Uno de los dilemas con los que suelo enfrentarme frecuentemente está relacionado con mis recomendaciones sobre determinadas exposiciones o eventos culturales, sobre todo cuando las hago en mi familia o en mi círculo de amigos: inevitablemente surge el comentario y aún más, la petición expresa, de que sea precisamente yo quien ejerza como cicerone ante una inminente visita a dicho ámbito expositivo. Y es que, en esos casos se dan dos antagónicas circunstancias: de una parte, las expectativas de mis interlocutores acerca de mi supuesta pericia en temas relacionados con el arte y lo que ellos consideran puedo aportar a su supuesto también desconocimiento en la materia (Estaríamos, en este caso, ante una manera de entender el hecho artístico como una experiencia social que tendría algo de snob, algo de lúdico, algo de educativo, algo de colectivo…). Por otro lado, mi personal convicción de que la visita a un museo tiene mucho de recorrido espiritual no tanto por los pasillos del edificio como por las vivencias personales acumuladas desde la experiencia en la mente y en el alma. O lo que es lo mismo, una manera de entender el arte como una relación más bien individual con la obra o con uno mismo, en la que el silencio interior y exterior es clave y en la que el propio carácter del recinto museístico (es casi una catedral, un mausoleo, un cementerio objetual) así lo demanda.
Tal vez esta forma de apreciar la obra de arte tiene que ver con una reminiscencia de la identidad del artista con un sagrado hacedor, un druida capaz de generar de la nada algo bello y conmovedor. Con la consideración necesaria de lo creado como algo único, que merece un lugar de exposición concreto y específico en el que, también sin duda, todo cobra un significado distinto y también específico: qué distinta es la misma obra en el taller, conviviendo con otras en diferentes estados de creación, o en la pared o la peana de la galería de arte. Incluso qué diferente resulta su contemplación en ese mismo lugar o inmersa en la vorágine de la ciudad, ya sea en una calle (como las vacas de la caw parade) o en una plaza o rincón especialmente acondicionado para ella (y donde muchas veces ha de transformar su tamaño para adaptarse a la escala del ámbito que la rodea). No tengo muy clara la pertinencia o no de esa visión, sin duda, poco acorde con lo que la modernización del arte propuso allá a finales del siglo XIX. Es, seguramente, una manera bastante antisocial de presentar el fenómeno artístico, pero a lo peor la excesiva sociabilización del género humano no nos ha conducido necesariamente a la convivencia, a la puesta en común de nuestro ser humano, sino más bien al aislamiento casi autista de quienes simplemente se toleran porque no tienen más remedio que hacerlo.
En nuestro primer intercambio de opiniones del mes de enero os propuse reflexionar acerca de dos exposiciones más bien orientadas hacia lo colectivo (o hacia la experiencia colectiva del arte). En este caso, me gustaría más que nos centráramos en la fenomenología de la obra de arte. Para ello os he adjuntado una serie de documentos que pueden ayudaros:
- Primeramente, una reflexión de la percepción que el público tiene de la obra de arte. Ya en 1966, Eduardo Costa, Raúl Escari y Roberto Jaboby plantearon un Happening en el que sin que hubiera presencia de objeto artístico alguno, se ponía en marcha todo el merchandaising típico de este tipo de eventos, pretendiendo demostrar que muchas veces es por los mass media por lo que los espectadores llegan a conocer la labor artística, sin que el contacto directo con el objeto llegue a producirse.
- Por otro lado, como colofón del bloque teórico que acabamos de estudiar, la posible relación de la obra de arte con su creador y aún más con el espectador. O siendo más concretos, la identificación de unos con otros a través de esa magnífica metáfora que Oscar Wilde propuso en su retrato de Dorian Gray. Y de cómo la moralidad puede estar presente en el fenómeno artístico.
- Por una cuestión de espiritualidad, de compromiso social, de interés educativo, también se adjuntan documentos del Concilio Vaticano II referidos a los artistas: se trata del mensaje final que, como conclusión a sus trabajos, la Iglesia católica envió a diferentes colectivos.
En los márgenes de este artículo encontraréis información sobre una exposición que se comienza a exhibir estos días en Madrid, en el Museo Thyssen. Su contenido bordea también conceptos tratados en clase recientemente: el valor de lo artístico como sombra de lo real, como reflejo, como idea…
Y, para los más entusiastas, recordad que este fin de semana se celebra una de las ferias comerciales más importantes de nuestro país: ARCO 2009, cuya visita no me atrevo a recomendar sino desde la misma perspectiva que recomendaría asistir a una semana de la moda.
Tareas concretas para “colgar” del blog antes del viernes 13 de febrero:
1) ¿Individual o colectiva, cómo debe ser la experiencia artística?
2) Elaborar un decálogo, a la manera de cómo está escrito el prólogo de O. Wilde, en el que expreséis estas reflexiones y en el que también podéis mostrar vuestras concordancias con los tres documentos entregados en clase.
miércoles, 11 de febrero de 2009
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